Ariadna, una realidad siempre posible.
Ariadna, una realidad siempre posible.
(fragmento: Las Ruedas del Tiempo)
Por: Rafael Gómez LLinás.
Ariadna, hija queridísima de Minos. Aquella araña mitológica tejedora de los hilos de energía que conforman el fino y vasto tejido del universo. De los hilos salvadores en el laberinto de la vida. La urdidora de esa gran mochila que todo lo contiene como la llaman los Mamos de la Montaña Sagrada en su asombrosa “Ley de Origen”, o los Universos Membrana o P-Bramna, tal como lo conciben los herederos de Galileo en su deslumbrante teoría de supercuerdas y las 11 dimensiones del espacio-tiempo que conectan todas sus regiones, es el nombre que por mucho tiempo tuvo el grupo (¿o más bien la nave?) de los sobrevivientes de un muy antiguo viaje en la observación de la conciencia y del cual, ya casi nadie tiene recuerdo.
Un viaje emprendido por ellos, y en otros tiempos por unos más remotos tripulantes y algunos otros singulares pasajeros de esa extraña nave, con el único y simple equipaje de la curiosidad, de la necesidad, más bien de la sed de aquellas explicaciones existenciales: Quienes somos, de dónde venimos, hacia dónde vamos... ¿Existe Dios?
Y en ese interminable viaje, poseídos además y siempre, por el gran asombro que despierta en algunos seres humanos, sobre todo en ellos, su grandeza. ¡La grandeza de la conciencia!. O sea, la de ese contenedor o gran embarcación en la nada mucho antes del principio del tiempo, de todo el Universo…O más bien, en todos los tiempos, de los infinitos Universos.
En su curso, siempre con un rumbo preciso noreste cuarta al este, ¿o al oeste?, fueron éstos unos navegantes atentos más allá de ese asombro, a la perenne manifestación en el horizonte de esa gran conciencia que en un momento de “no tiempo”, de perfecta y latente intención creadora, unifica todas las cosas, planetas, soles, galaxias, vidas y sueños, en un intangible campo que se manifiesta a su vez en toda la creación.
Especialmente, en el ser humano. Esa magnífica caja de resonancia a través de la cual ella se expresa como fiel copia holística no de más nadie sino de sí misma, y que muestra sin lugar a dudas en todo su cuerpo (s), el reflejo exacto de las claves vibraciónales y numéricas que rigen la manifestación de esa gran consciencia- membrana universo- mochila IKA. Que se expresa en un bellísimo canto de medidas, proporciones, colores, asombros, sonrisas, atardeceres, cielos, vientos y en todas las cosas, resumidas en la vibración del número nueve. En la novena esfera: Esa constante cosmológica de este universo: El número del hombre. ¡En él mismo ser humano!.
Como si de verdad fueran los humanos con todo su mundo, sus vidas, quereres e ilusiones, el fugaz aparte del sueño de un ser muy, pero muy grande, que resuena simétricamente en todas las regiones espacio-temporales de los infinitos universos. Y este a su vez, como la simple expresión del pensamiento o del sueño de otro mucho más grande, y este de otro, como parte siempre de uno mucho mayor. Unos dentro de otros, como gigantes contenidos en los sueños de esos otros gigantes, en los que se vuelve siempre un principio todo final, en sucesivas escalas de nueve desde y hasta el infinito, como si todo esto fuese un juego sin fin de espejos enfrentados, o de reflejos dentro de otros reflejos.
O como una sucesión infinita de sueños, que por la gracia de la extraña curvatura concéntrica del espacio-tiempo que siempre brota de una intención, de una atracción: aquella gravedad cuántica que hace juntar el principio con el final, y que hace que llegasen en el inicio del tiempo a las fronteras de sus propios y más íntimos pensamientos. Para hacernos entender finalmente que ellos, junto con su entorno universo - mochila, y toda su realidad, podrían ser nada más que una refinada creación de un pensamiento, que se halla incrustado o mejor grabado con todo y los sueños de esos infinitos gigantes con ellos incluidos, en algún pequeñísimo rincón de la memoria. !En el cubil de un sutil pensamiento todavía guardado en alguno de los más recónditos rincones de su propia memoria!
Fueron entonces, los tripulantes de Ariadna, unos viajeros urgidos hasta el delirio, por la apremiante necesidad de saber si en verdad la realidad de su existencia no era, o no es, sino una simple manifestación virtual, o el simple reflejo de un pensamiento más grande en dimensión, dinámica y gravedad, que el de su propia referencia vital y el de su realidad circundante, que probablemente a su vez se filtra de otros tiempos, o de otros universos, al contacto con algún hilo de sus membranas. O como les llaman a esos enigmáticos hilos: “los agujeros de gusano”…
Unos viajeros que como ningunos, se apasionaron por averiguar de dónde venían. No sólo en su referencia genética, sino subyugados por el presentimiento de la colosal explosión de la vida que se dispersó y todavía se dispersa eternamente por todos los confines de la galaxia y el resto del universo, como efecto de ese pensamiento creador que todo lo abarca en un eterno poblamiento de inteligencia, energía y vida, en la que se hilan historias de miríadas de civilizaciones que viven desde siempre. Antes, mucho antes, del más remoto despunte de ellos como seres humanos y aún de las sombras de sus más lejanos antepasados ya olvidados en el amanecer de la vida.
Unos viajeros en verdad preocupados por saber no solamente quienes eran realmente y de dónde venían, sino hacia dónde iban, o mejor hacia dónde los llevaba ese asombroso viaje que realmente partió de la nada: De las fronteras muy lejanas que enmarcaban el “principio del tiempo”, y a las que absolutamente y sin remedio posible, no solamente todos volverían, sino que con seguridad irían más allá de esos borrosos límites, atraídos por la ineludible entropía que palpita con fuerza en las entrañas de toda la creación, que los acercará siempre hacia ese perfecto estado de silencio, de quietud, del campo no manifiesto y no existente: Al Campo unificado y de potencialidad pura… ¡al campo de Aluna!.. ¡a Dios!...
Y todo eso, para que aun después de eternidades, de silencios, de recuerdos lejanos y de bellas historias de amor, pudiesen renacer. Pudiesen siempre volver a florecer. Acunados, en la más clara intención de un pensamiento. ¡Ni más ni menos que en la intención de su propio pensamiento! Esa fina y muy personal decisión creadora, que desequilibra las dos colosales fuerzas opuestas que se encuentran en reposo y en silencio tal vez distante de ese campo de la nada, y que al juntarse en él urgidos por una intensión, se expanden desatando con el comienzo del tiempo, la enorme y deslumbrante explosión de la realidad y de la vida: De su respiración. Al compás de una eterna cadena de aspiros y expiros. De un eterno y singular Pranayama. O lo que es igual, de unos descomunales e inimaginables Mahanvantaras (días) y Pralayas (noches) de la creación, como explicación y ejemplo sideral del concepto del infinito, en donde se entrecruzan simétricas la vida y también la muerte como eslabones sucesivos de una cadena sin fin, en una poética afirmación de la eterna permanencia de la existencia… ¡Que no nació, y que por eso mismo, nunca, nunca, morirá!.
Sharamatuna, unas semanas antes de otro solsticio de invierno.
Comentarios
Publicar un comentario