La de la nao Ariadna, una realidad siempre posible. II
La de la nao Ariadna, una realidad siempre posible. II
Por: Rafael Gómez LLinás.
Navegando de bolina a barlovento, siempre a contracorriente de los paradigmas establecidos, los tripulantes de Ariadna, herederos de un linaje ya disminuido en el tiempo de legendarios seres humanos de mente despierta, vivirían desvelados como brujos insomnes por conocer en detalle el por qué de un mundo que los rodea y los adormece en su propia belleza, pero que nunca les da, ni les dará explicaciones y del que no saben siquiera a ciencia cierta si es como se percibe, o si es una equívoca imagen distorsionada por la natural imperfección de su propia máquina de interpretación de la realidad llamada cerebro, o tal vez determinada por la escala de su conciencia y la claridad de sus propios pensamientos, o más bien, por la altura escalar de su vida-pensamiento, en un modelo de realidad creado por ellos mismos.
O si realmente, ese ilusorio mundo, esa realidad, existe. O si tiene siquiera la más mínima posibilidad de existir, por encontrarse probablemente inmersa desde siempre y para siempre, en la inmensa e insalvable soledad de sus propios sueños. Y es tal vez por eso, que las explicaciones de ese mundo de ilusiones sobran, pero que curiosamente tampoco bastan, porque simplemente las llevan consigo a cuestas. Las llevan en si mismos. Grabadas en su propio cuerpo (s). Registradas laboriosa y detalladamente en si mismos como en un formidable libro. Un libro tan grande y tan claro como el mismo universo o todos los infinitos universos, en la expresión de la suma en el espacio- tiempo de sus dos poderosas y contrarias cargas primigenias hasta anularse en la nada en la dimensión total de su propia Consciencia. Unas explicaciones, de un cautivante libro solo entendidas por algunos seres humanos, en la comprensión y en el absoluto recuerdo de Si mismos. Y una consciencia, de la que sabían muy poco, casi nada, que los asomaba a un abismo de preguntas sin respuestas tal vez nunca resueltas. Ni siquiera, en el momento de ese cambio supremo al que llaman muerte, la santa muerte, que no es otra cosa que la antesala necesaria de la vida… De la próxima vida. ¡De la única vida!
Fueron entonces, unos seres maravillados por un conocimiento distinto, fuerte, que tenía un sabor a sabia de muchísimos mundos. Que se encontraba emparentado con la lejanía inalcanzable de los Vedas y su exquisita luminosidad oriental; con el fino maquillaje, la ornamentación ceremonial y la mística de los Egipcios y su poderosa magia; con la precisión matemática y la lucidez astronómica de los Mayas, que nunca se obsesionarían con la destrucción, sino con el perenne renacimiento de la vida en la repetición infinita de las ruedas del tiempo; con los primeros y sufridos cristianos, los Gnósticos, que blindados por su verdadera espiritualidad y su alto nivel conciencia, no cayeron en la celada de Constantino, y tambien a su vez con el hilo inmemorable que regresa en el tiempo hilvanado por los hermanos mayores, los llamados custodios del “corazón del mundo”, que se amarra a los borrosos inicios de la existencia de primigenios florecimientos humanos que todavía se hallan contados, escasos y perdidos en los confines de esta tierra, como la última frontera hacia civilizaciones luminosas y sabias de las que no queda ningún vestigio. Ni siquiera en la memoria del primer momento de todas las posibilidades. ¡ y menos, en la de ningún ser humano!
Que prefirieron las verdades que no estaban escritas. Las que se conocen por la fuerza explicita de su palabra y que subvierten los dogmas por no haber caído en la congelación y rigidez de lo que se aquieta en unas letras, perdiendo así toda posibilidad de cambio.
Que acogieron los símbolos, los sagrados símbolos, como también lo hicieran antes los “hermanos mayores” con la ruta trazada por la armoniosa geometría de los ideogramas hilados por sus mujeres, las Watis, en el tejido de sus mochilas, que expresan la idea que el hombre tiene de la vida, en un lenguaje propio y preciso que proviene y vuelve directamente a la consciencia, dándole explicaciones convincentes y claras a sus dictados, y tambien a sus sueños.
Unos seres poseídos por un sentimiento que les hacía saber, o creer ser portadores de la verdad, y que afortunadamente por eso, se apartaron soberbios de los dictámenes de una ciencia con la que se construía un mapa de la realidad inspirado en la mecanizidad, en los movimientos predecibles de las masas celestes y en el miedo recalcado en el espíritu por los dogmas religiosos que retrataban al mundo en blanco y negro, asegurando que la realidad del espíritu sólo se podría entender en la irracionalidad de la fe, apoyada en la creencia de algo que estaria por encima de la comprensión de un universo estrecho que solo se movía en el curso de tres escasas dimensiones materiales posibles, en el que no cabria el entendimiento de algo que no se ve, y mucho menos de algo que para muchos no se siente, y que además ni siquiera estaríea definido en ningún corpus filosófico, dándole vida en otras dimensiones del espacio tiempo a otros mundos y otros destinos, en el ámbito cambiante y moldeable de sus sueños.
Allí precisamente en esos sueños, encontraron y asaltaron el escondite de todas sus frustraciones. Las confrontaron y sanaron, viviendo vidas enteras construidas a su antojo sin necesitar más que la temporalidad de una sola noche, ¡y por supuesto en la nimiedad evanescente de un solo sueño!, y de las que solamente las estrellas, la oscuridad sideral y su asombro, serian testigos excepcionales de ello.
Y solo por ser ellos los dueños absolutos de esos, sus propios sueños, imaginarían cuantas largas e incontables vidas podrían vivir en una sola noche y tener además la certeza de que esa sola vida, la última, era el compendio y la consecuencia de todas. Y que tal vez, solo por haber extraviado su recuerdo en los tremendales del olvido en los dominios de Hades, por eso pareciera ser, ¿o realmente lo era?, una única vida.
Sharamatuna, semanas antes de otro solsticio de invierno.
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