El Patio de la Parra
El Patio de la Parra
(Fragmento)
Por: Rafael Gómez Llinás
¡Flórense era una extraordinaria vidente!.. ¡Con una visión adelantada por siglos, plantó ella en esta bella ermita Provenzal de Francia los testigos Arquitectónicos de una gran verdad!..
¡Y además, no era una puta que trabajara por aquellas épocas tormentosas a la vera de la “Calle de las Piedras” en el burdel de la Madame Papindó, como algunos maledicentes lo pregonaran por ahí!. ¡Realmente era una verdadera santa!
Esto lo pensaría Alfredo casi que en voz alta al final de su recorrido, después de observar con detenimiento las piezas completas del gran secreto que descubriría en esa ermita de “La St. Crucifié”, (la Santa Crucificada) cuando fuesen apareciendo en los bocetos que de esta el mismo dibujara.
Luego, guardó silencio por un largo rato y al final, todavía pensativo y muy concentrado, se preguntó: ¿Esto que estoy viendo y viviendo será la realidad?
Y así, Alfred D’Saint Chezcott, colmado por muchos interrogantes sin resolver, con su imaginación desbordada y atrapado en unos linderos alucinantes demarcados por el momento revelador que vivió casi al termino de su viaje en esa extraña ermita de “La St. Crucifié” en Saint Remy D’Provence, encontraría por fin el vestigio perdido de la razón de ser de sus raíces de sangre y su verdadero norte espiritual.
Animado por esto, con entusiasmo, se juntaría al regresar, con otros solitarios buscadores de la verdad y del esquivo sendero espiritual, e iría diligente tras el rastro de un idealizado circulo de ocultismo, que realmente pudiese transcender en muchas distancias a su vieja escuela de enseñanza, el rancio oriente Escosista de la Masonería.
Asumiría decidido la continuidad de lo que Florence su bisabuela francesa, a años, y con mucho amor habria comenzado, y fue así como con Tulio Vergara, su frater mas querido y su amigo mas cercano, salieran una mañana sin saber a donde irian, y en realidad sin ir a parte alguna, en una delirante cruzada de búsqueda espiritual, solo guiada por el olfato que habria despertado la grande ilusión de encontrar la verdad.
Las pistas mas cercanas de ese esquivo y oculto conocimiento, serian desentrañadas por ellos de la diaria cotidianidad más temprano que tarde, tal vez ayudados por la complicidad de su enorme deseo y una fantasía desbordada que uniría unos puntos muy distantes del destino, con la aparición de una circunstancia improbable que los conduciría al sendero Rosacrusista transitado por Adinael Sánchez Vergel, un dentista de profesión que en una consulta de rutina y de manera aparentemente inesperada y casual, le hablara de los caminos del esoterismo a Tulio Vergara, y muy al final, también le conversara como un experto baquiano, acerca de otra increíble cofradía de la que tendría las mejores noticias y referencias sobre la practica de sus extrañas enseñanzas, que superaban de lejos a todas las escuelas de ocultismo y de esoterismo hasta ahora conocidos.
Agarrados a la fortaleza de ese hilo presentido como verdad, llevarían su búsqueda hasta los lejanos limites orientales de la ciénaga grande, guiados por unas coordenadas confiadas a ellos como un insospechado cicerón por el mismo Adinael, que les permitiría encontrar por fin allí en la población de Ciénaga y sin mas vueltas, a Don Julio Medina Vizcaíno, quien desde ese momento y para siempre, se convertiría en su abnegado maestro y verdadero guía espiritual.
Muy entusiastas una lista de noventa y nueve preguntas le habrian llevado Alfredo y Tulio preparadas al maestro para ser resueltas, y este a cambio, hasta el día de su muerte, les zanjaría mas de nueve mil.
Y aquel día, mientras Don Julio pacientemente, les iba resolviendo una por una todas sus inquietudes, encima de cada una de ellas como si fuese un interminable fractal, irían surgiendo a borbotones ramificaciones de estos interrogantes, retoñados en muchísimas otras preguntas, y en mas.
Y antes de llegar a la resolución del arcano numero ciento ochenta, por el entusiasmo desbordado y la impaciencia de Alfredo, en un abrir y cerrar de ojos los tres se encontrarían ya de vuelta a Santa Marta difundiendo, explicando, convenciendo, y en la muy conocida y famosa escuelita de la calle grande, allá donde todo comenzara en las llamadas por ellos reuniones de primera cámara, a muchos amigos, conocidos, desconocidos y a contradictores también, les regalarían con entusiasmo la buena nueva de las maravillas existenciales y místicas de esa nueva ciencia.
Con el estandarte de la carta de navegación de la enseñanza escolástica de los primeros cristianos rescatada de las cenizas inquisidoras de la iglesia de Roma, pero reeditada con adiciones y apéndices aparentemente exagerados por Samael Aun Weor, le darían otras explicaciones convincentes y propias, a una realidad demasiado simple, demasiado cómoda, para ser cierta.
Y encontrarían, sin lugar a equívoco alguno, el rumbo preciso que los conduciría a las estancias supra dimensionales y etéreas de la gran “Logia Blanca”, descifrando las claves de su verdadera misión en esta vida, y vislumbrando en un horizonte muy, pero muy lejano con su norte, su verdadera realización espiritual.
Los discípulos aparecerían por doquier, y el tiempo, las historias, las épocas y la misma realidad, serian desbordados por esa dialéctica prodigiosa, tanto que lograría fracturar su secuencia temporal regresando todo algunas veces, solo algunas, al primer momento de quietud existencial, suficiente para que lo ya estaba creado tomara nuevamente con una clara intención, la forma de un nuevo deseo.
Con ese orden subvertido, su enorme imaginación y con las ganas de permanecer siempre juntos para ir muy, pero muy lejos, a tierras lejanas, puras, neblinosas, con noches de estrellas a la mano, surcadas por ríos de aguas cristalinas y de vida en donde habitarían ellos por siempre junto a aquellos seres de luz que engalanaran sus historias en ese mismo lugar ideal, en ese mundo mejor, se harían cómplices y participes de toda esa nueva certidumbre, y para lograrlo convertirían con el arte de una verdadera y nueva magia, a todo ese grupo de iniciados en una tripulación: La de Ariadna, aquella mítica embarcación.
Una tripulación con la que ya en esa otra realidad, en ese nuevo tiempo, surcarían mares y océanos ignotos hasta arribar muy, pero muy lejos, mas allá de todos los horizontes y de las posibilidades, en las distantes costas de Sharamatuna, aquel puerto prometido y seguro de su propia y definitiva salvación. A las costas de ese Edén, el prometido paraíso de felicidad absoluta y eterna.
Y así, de esa manera, todo terminaría para volver a comenzar. La tarde de verano en la que Amed caminara desprevenido por la calle grande y que al hacerlo, se topara con la voz grave y severa de profeta bíblico de Alfred D’Saint Chezcott, que brotara a raudales por la persiana de madera cruzada de uno de los ventanales arrodillados de la casona colonial de uso prestado, aquel albergue de la escuelita de primaria en donde después de clases se hicieran aquellas reuniones de la llamada “primera cámara”, como después animados por Amed, en otra de esas tardes luminosas, Rafael, William y León también la oyeran para siempre, seria el escenario preciso y natural en el que providencialmente escucharan de esa potente voz, como si fuese un amarre proveniente del principio del tiempo que los atara y los embarcara para siempre en Ariadna esa extraña embarcación, lo que en un claro mensaje, palabra sobre palabra y con la ayuda del destino, pareciera ser más un secreto dicho de boca a oído que solo a ellos y a más nadie les dijera: “Todo lo que el hombre es capaz de imaginar o soñar, es porque ya existe”…
“En algún espacio, en algún tiempo, en alguna otra dimensión, o en algún punto de las altas esferas de la creación, ¡ya existe absolutamente todo!”...
“Existe todo lo posible y lo aparentemente imposible. Y también, lo absurdo y la misma negación… ¡Todo!”
Y así el sueño de Zulema terminó. Y ni Florence, ni su amante Gairero o sus descendientes, menos los turistas paramunos, tampoco las negras antillanas ni las Madeimoselles, o los Maestros Masones operativos que participaron en la construcción de la ermita de la “St. Crucifié”, ni los disparates de los habitantes de esta tierra llena de magia, o la curia entera de Roma que creyó por conveniencia en la santidad de Florence, y ni siquiera los pocos como Alfredo su descendiente, que también supieran por otras circunstancias lo que realmente habría sido y lo que su vida significara, estarían tan distantes unos de otros como parecieran, por lo difusa de la apreciación completa y certera de toda esa realidad.
Serian solo diferentes maneras de percibirla y sobre todo de sentirla. Y a pesar de eso, todas, absolutamente todas, aunque aparentemente contradictorias o incompletas, serian igualmente ciertas.
Porque como algún día bien lo dijera Gabriel García Márquez: “La realidad, siempre es como la recordamos, no como es”…
Sharamatuna, abril sin lluvias mil, del 2023.
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