De Minor Cooper Keith, a Miguel Abadía Méndez, Jorge Eliecer Gaitán y otros fantasmas.

De Minor Cooper Keith, a Miguel Abadía Méndez, Jorge Eliecer Gaitán y otros fantasmas. 

Por: Rafael Gómez Llinás. 


..Aquella noche del 6 de diciembre de 1928 un tren fantasmal, sin identificación alguna, cruzaría silencioso las plantaciones de banano y a la altura de la costa de Parare, haría la primera y la que también sería la última parada de su destino, para arrojar al mar en la oscura complicidad de la noche y en la impunidad, los casi dos mil cadáveres de los trabajadores de las bananeras, entre los que también se contaran mujeres y niños, acribillados a mansalva y sobre seguro ese día de madrugada por el ejército de Colombia, en una encerrona sin salida posible en la plaza de la estación ferroviaria de Ciénaga.

En el transcurso de esa mañana, los telégrafos repicarían sin parar la noticia de ese espantoso suceso de manera discreta y selectiva dirigida solo hacia unas pocas pero significativas por su poder, direcciones de destino, ubicadas muy distantes unas de otras y sin ninguna conexión aparente entre ellas. En verdad, solo aparente.

Y lo harían, con cifras e historias de esa masacre muy diversas y hasta deliberadamente contradictorias para tratar de ocultarla. Para negarla. Para finalmente desaparecerla. ¡Y habría que decir que casi lo logran!

En el despacho del presidente de Colombia Miguel Abadía Méndez, el sillón de su escritorio con un chirrido prolongado sostendría en el límite de su resistencia el robusto cuerpo del primer mandatario cuando este repentinamente se reclinara hacia atrás hasta casi caerse, para leer con un profundo suspiro como de misión u orden cumplida o tal vez con algo de temor intuido, el parte del resultado de muerte que le enviara desde Ciénaga su esbirro, el infame general Carlos Cortés Vargas.

En ese mismo momento, en la intimidante penumbra de la sobria y elegante presidencia de la United Fruit Company, en los altos de su sede central sobre la Avenida St. Charles, orientada hacia la vista del rio Mississippi en Nueva Orleans, el perfumado presidente de la United, Mr. Minor Cooper Keith, cómodamente sentado en un abullonado sofá, haría un rápido movimiento hacia adelante con su cuerpo hasta ponerse de pie, después de leer la esquela que le pasara en charola de plata su asistente sobre esa misma noticia de la masacre perpetrada, como si además quisiera sostener al levantarse la caída hacia atrás con todo y su sillón del presidente Miguel Abadía Méndez, junto con toda la envejecida, mohosa y desvencijada estantería de la llamada "hegemonía conservadora", perpetuada casi que a la fuerza y con engaños durante los últimos ya cuarenta y dos años en el poder del gobierno de Colombia, que a partir de ese momento inexorablemente comenzaría a caerse lentamente hasta desmoronarse totalmente a pedazos, como consecuencia cercana de ese terrible suceso. 

Minor Cooper Keith, el inefable y refinado presidente de la United, con una cínica y casi imperceptible sonrisa, después de releer muy despacio y como regodeándose, el texto de ese perturbador mensaje telegráfico inmediatamente diría: ¡Ok!  ¡We finally dit it! (¡Muy bien! ¡finalmente lo hicimos!)

Ya de pie, atravesaría toda la estancia dirigiéndose presuroso y circunspecto a contemplarse en el enorme espejo arrodillado de cristal baccarat que se destacara imponente a un lado de la pared de fondo de su despacho, colocado con deliberada intención justo al frente del amplio ventanal que diera a la vista del río Mississippi, en la única posición posible que le permitiría observase a si mismo muy por delante y teniendo como fondo a ese reverberante y vivo paisaje fluvial, para reafirmar con algo de sentido del humor pero en el fondo con mucho de un real convencimiento, el hecho de que él se creería más importante que ese rio, que toda la gente que viviera en los campos, pueblos y ciudades a lo largo y ancho de su recorrido de 3.734 kilómetros por 10 estados de la Unión Americana, desde su nacimiento hasta perderse en el océano Atlántico y más allá, en un ritual de vanidad y egocentrismo que haría casi siempre que recibiera como ahora, una buena noticia. 

Delante de ese espejo, se miraría de cuerpo entero, movería su cabeza a lado y lado para arreglar su encanecido cabello y sus poblados bigotes, estiraría un poco su fino vestido de lino de olán y acomodaría levemente un pañuelo de seda doblado en puntas que sobresalía en el bolsillo superior izquierdo de su chaqueta. Y por supuesto, ajustaría y enderezaría su sedoso corbatín de color azul cobalto. También, como riñera siempre con el tiempo en favor de su inmensa codicia, con el ceño fruncido consultaría la hora en su fino reloj de leontina.

Mientras eso hacía, pensaría por un momento en los obreros caídos en esa masacre y la terrible posibilidad de que hubiese entre ellos algún conocido por él desde la vez, la única vez, en la que recorriera en volandas y con algo de fastidio por el calor y los ruidos, algunas de las plantaciones.

Y no porque tuviese algún tipo de compasión por ellos o remordimiento. Sino porque le aterraba la idea de que alguna cara conocida, sobre todo siendo tan poco agraciadas y ordinarias, lo persiguieran durante sus sueños y no pudiese volver a dormir tranquilo. No quería tener pesadillas. Y menos ahora que las ganancias se multiplicarían al no tener ya que conceder las "absurdas" peticiones de esos trabajadores con lo sucedido esta madrugada en esa lejana, insignificante y polvorienta población de Ciénaga.

Entre tanto, el presidente Miguel Abadía Méndez habría tratado de comunicarse con el embajador de los Estados Unidos, Mr. Jefferson Caffery durante todo el resto de la mañana sin lograrlo. Con evasivas de secretaria, no le pasaría al teléfono. De antemano le habría enviado al embajador sin recibir respuesta, una copia del mensaje telegráfico recibido del general Cortés Vargas, con una nota personal adicional en la que él como presidente de Colombia, destacara la muy exitosa disolución de la huelga con tan solo doce revoltosos dados de baja por la tropa cuando en defensa propia, claro está, la misma repeliera los aleves ataques de la turbamulta. Y también, para el reporte de diecisiete heridos y uno que otro desaparecido. Estaba ansioso por enterarlo personalmente y por conocer sus impresiones. 

¡Bueno, de todas maneras, le cumplimos al gobierno de los Estados Unidos!, diría para si con ánimo de tranquilizarse, ante el inexplicable silencio del embajador americano.

El presidente Abadía Méndez sentía una gran aversión por el movimiento sindical. Como premio a su rezanderismo y buenas maneras, adobadas con una cundiboyacense hipocresía, habría sido preferenciado como candidato a la presidencia de la República por el arzobispo primado de Bogotá Bernardo Herrera Restrepo, al que insólitamente el partido Conservador ante su indecisión a esa designación por sus propias tensiones internas, le delegara la escogencia entre su candidatura y la del laureado general Alfredo Vásquez Cobo, lo que de paso le aseguraría la presidencia de manera directa al no presentarse el partido liberal a la contienda, aduciendo y con razón, la falta absoluta de las más mínimas garantías electorales. 

Como buen godo, era fiel a su genética esclavista, extremadamente reaccionario y enemigo de la reivindicación de derechos laborales y la inclusión social. Ya en 1926 había afrontado una huelga de los empleados de los ferrocarriles en Bogotá, a la que había sometido con violencia. Para él, la represión ya era un camino recorrido que con facilidad le había dado "buenos" resultados, de tal manera que cuando el gobierno de los Estados Unidos a través de su embajada le hiciera un requerimiento perentorio con la exigencia de acabar a como diera lugar la huelga para proteger los intereses de la United, no sería difícil para el presidente Abadía Méndez emitir a través de los voceros del ministerio del trabajo que se encontraban en Ciénaga negociando con los trabajadores, una rotunda negativa como respuesta a las pretensiones de los huelguistas y como conclusión le ordenara al general Cortés Vargas que resolviera ese asunto de una vez por todas, con el uso de las armas y sin ningún límite si fuese necesario.

Casi un año más tarde el novel y fogoso congresista Jorge Eliecer Gaitán, en medio de un incendiario debate en el congreso de la República en el que denunciara y expusiera al país y al mundo esta horrorosa masacre de las bananeras, llevaría también a declarar al general Cortés Vargas a una sesión de control político ante la plenaria del congreso, para exigirle explicaciones, si acaso las hubiese, sobre las razones que lo llevaron a perpetrar ese terrible crimen. Y este sin sonrojarse ni despeinarse siquiera, lo justificaría diciendo que esa acción habría sido necesaria porque el gobierno de los Estados Unidos amenazara al presidente Abadía Méndez con enviar sus fragatas de guerra e invadir a Colombia si no acababa con la huelga en beneficio de los intereses de la United. 

Jorge Eliecer Gaitán, rápido de mente, lo interpelaría y con una frase lapidaria le respondería: "General Cortés Vargas, las mismas balas con las que asesinaron a los trabajadores colombianos, habrían servido para repeler a los invasores extranjeros". Nunca se supo si esto de la invasión habría sido cierto. O si solo fuese una aseveración mentirosa y desesperada del general Carlos Cortés Vargas para justiciar lo injustificable. 

Pero lo cierto es que el gobierno Americano si habría presionado al presidente Abadía Méndez, con algún tipo de amenaza contra la nación o tal vez con una de índole personal contra él, esgrimiendo alguna información de conducta delictuosa que le tendrían guardada, para obligarlo por la vía del chantaje a acabar sin solución alguna y por las vías de hecho con la huelga de la unión sindical de trabajadores del Magdalena, transgrediendo flagrantemente las leyes laborales existentes en la nación desde 1915 en un clarísimo acto de traición a la patria, cuando privilegiara por encima del maltrato y de las justas peticiones de los trabajadores Colombianos, los desaforados intereses económicos de la United Fruit Company. 

Con una concepción explayada del lema: “América para los americanos" de la doctrina Monroe, el departamento de estado americano le exigiría al gobierno de Colombia la protección de la United, con la rebuscada tesis imperialista de que "los intereses de una compañía americana con razón o sin ella, eran también los supremos intereses de los Estados Unidos". 

Aun cuando la influencia del llamado "siglo de las luces" o de la iluminación, se asomara esperanzador en los albores del siglo XX  afianzando la razón y el conocimiento por encima del oscurantismo y la ignorancia, y sus aires libertarios recorrieran todo el continente americano, acá en nuestra esquina del sur, el desmantelamiento de la Gran Colombia en el primer tercio del siglo diecinueve, habría convertido el pedazo que nos quedara de ese quebrado cristal de luces, en un remedo de república más parecida a una monarquía que a una democracia, que sustituiría a un rey lejano y avasallador por unos pequeños reyes en los feudos encomendados por aquel rey destronado, resistidos por mucho tiempo a la abolición de la esclavitud y a reconocer después la igualdad de derechos y la inclusión social tanto a redimidos como a desposeídos. 

Haría solo un mes atrás, se había desatado en Colombia la huelga más grande que hiciera en toda su historia sindicato alguno. 25.000 trabajadores de la United Fruit Company en las plantaciones de banano de Ciénaga, pararían indefinidamente sus labores ante la negativa de la compañía con la insólita complicidad del alto gobierno, a mejorar sus inhumanas condiciones laborales.

La United, tendría 25.000 trabajadores, pero paradójicamente ninguno trabajaba para la compañía. En esa relación laboral el gobierno central permitiría allí una situación muy extraña. La United producía millones y millones de cajas de bananos cada año, pero sostenía que no tenía trabajadores.

Tenia un sistema en que la compañía solo hacia tratos con los llamados "ajusteros", un grupo de contratistas que reclutaban a los trabajadores y los contrataban a destajo solo entre 15 a 30 días, al cabo de los cuales los cesaban temporalmente rotándolos a otras zonas o a otras fincas, para no establecer con ellos ningún vínculo laboral permanente, obligación de pago de prestaciones sociales o de cesantías, y mucho menos de derechos pensionales. Y obviamente menos las tendría con esos mismos trabajadores la United Fruit Company. 

Era una especie de tercerización del trabajo con unas condiciones perversas que bien podrían ser los ascendientes mayores, los abuelos, de las que aún hoy existen en el sistema laboral colombiano, revividas con engaños de congreso en la llamada ley 100 de 1993 disque de "seguridad social integral", en un retroceso legislativo de más de medio siglo semejante a aquellas prácticas del pasado que rigieran las relaciones laborales de las bananeras, todavía hoy resistidas a un necesario cambio apadrinadas por los intereses mezquinos de los grupos dominantes más reaccionarios y atrasados de Colombia.

La compañía le pagaba a los "ajusteros" y estos no solamente les reconocían menos a los trabajadores, sino que les daban adelantos obligados abonados con vales impuestos por la misma United, redimibles por alimentos, mercancías o baratijas en sus propios comisariatos, o a veces por plata en efectivo con un descuento de acuerdo con su cantidad y tiempo, entre un 10% a un 30% por su anticipo.

También les harían otro descuento del 2% de su sueldo por atención medica en los dispensarios, en los que solo les recetaran Quinina o Sulfato de Magnesio sin importar cual era la enfermedad. Además, trabajaban de 10 a 12 horas al día, no tenían derecho a vacaciones remuneradas, dormían en hamacas y estivas en alojamientos mal ventilados con precarias condiciones de habitabilidad y sin ninguna clase de higiene.

Durante meses los lideres de la huelga, Pedro M. Del Rio, Bernardino Guerrero, Raúl Eduardo Mahecha, Nicanor Serrano y Erasmo Coronell habrían tratado de negociar con los delegados del gobierno un corto pliego de peticiones, que contendría el mejoramiento de solo una parte de estas malas condiciones laborales, sin ningún resultado favorable. Ante eso, autorizados por la asamblea general, darían la orden de cesar toda actividad laboral.

La hora cero del inicio de la huelga, seria anunciada por un par de trabajadores que orgullosamente ondearan la bandera blanca del movimiento sindical, con sus justas aspiraciones simbolizadas por los ya conocidos tres grandes números ochos de color negro estampados en ella en forma de triangulo, que en los movimientos sindicales de todo el mundo significaran: 8 horas de trabajo, 8 horas de estudio y 8 horas de descanso, encaramados a lado y lado de la locomotora de aquel emblemático tren de las cinco de la tarde que pitaría sin cesar, cuando a esa hora transitara lentamente a todo lo largo de las plantaciones de banano.

Paradójicamente la anunciaran esperanzados, en el mismo tren en el que unos días más tarde se cambiara la ilusión de trabajo digno y bienestar avivados por el ulular de su tránsito libertario a todo lo largo de las plantaciones, portando esa tarde el aviso del cese de las labores de los trabajadores, por aquella mala hora del infame transporte nocturno de la muerte. 

Sería el mismo tren que casi un año después trajera de incógnito hasta Ciénaga al novel y fogoso parlamentario Jorge Eliecer Gaitán en compañía como ventaja, del destacado representante Cienaguero Rafael Calixto Campo a una entrevista subrepticia con "Florence", una de las "Madeimoselles" que trabajara en el más famoso burdel de toda la región, que por una extraña razón era poseedora de un extenso dossier de documentos con descripciones, testimonios escritos, cifras exactas y pruebas sobre la verdad de lo sucedido ese día, y de algo más sorprendente aún: Florence tenia en su poder, copias ineditas de sendos mensajes todavia clasificados como secretos del embajador de los Estados Unidos en Colombia Mr. Jefferson Caffery al departamento de estado americano, en los que les informaba primero de una cifra parcial en esa masacre de mil muertos o más, y otro posterior en el que concluía sobre una cifra ya final de los muertos, que se acercaba a los dos mil. Pruebas invaluables e incontrovertibles con las que Jorge Eliecer Gaitán después haría durante quince días ininterrumpidos el más memorable debate del que se tenga historia en el congreso de Colombia, que junto con la llamada "marcha contra la rosca", una justa protesta del pueblo por la enorme y desaforada corrupción del alto gobierno, no solo precipitarían la caída del partido conservador, sino que lo catapultaría a él como una figura cimera que le daría un vuelco completo al curso de la historia política de Colombia, cuando después fuese martirizado por las ya conocidas oscuras fuerzas reaccionarias. 

Y seria ese el mismo tren que por unos extraños avatares del destino, pitara por última vez sobre los cielos y horizontes de Macondo, cuando la United Fruit Company después de resistir las vicisitudes de la gran depresión económica del año veintinueve, de la caída en Colombia del partido conservador su protector y aliado en el año treinta, de sus dificultades económicas por la caída de los precios internacionales de la fruta en los años setenta, y cuando después de su camaleónica transformación en la compañía "Chiquita Brand" de los noventa, fuese castigada con la prohibición del propio gobierno de los Estados Unidos a operar en Colombia por volver como puerco pollero a sus viejas prácticas no olvidadas del patrocinio de paramilitares y asesinos para el extermino de infinidad de líderes sindicales, finalmente se fuese de estas tierras benditas derrotada para siempre por sus propios crímenes.

¿Y entonces, que había sido a todas estas del inefable Mr. Minor Cooper Keith?

Aquella fría mañana de septiembre de 1929, cuando Jorge Eliecer Gaitán diera inicio en el congreso de la República de Colombia a su intervención en aquel memorable debate que hiciera sobre la masacre de las bananeras, Mr. Minor Cooper Keith muy bien informado, ya tendría algunos meses antes noticias de esa posibilidad y de lo peligroso que podría ser para sus propios intereses ya de hecho muy golpeados hasta el extremo de una posible quiebra, como efecto directo de la depresión económica del año veintinueve. Pero no obstante eso, hasta ese momento estaría confiando en que nada podría pasarle ni a él ni a la estabilidad de la United, mientras tuviese de su lado la complicidad del alto gobierno de Colombia y el respaldo atemorizante del Departamento de Estado de los Estados Unidos.

Era ya el 14 de junio de 1929 muy de mañana y lo cierto, es que esa sensación de tranquilidad le duraría muy poco. Solo unas contadas horas y no más. 

El desarrollo vertiginoso y cargado de incertidumbres que podrían tener en Colombia los acontecimientos que sobrevendrían con la candente denuncia que llevaría a cabo Jorge Eliecer Gaitán cuando se abriera en el congreso su próximo periodo de sesiones, lo llevarían esa mañana de junio a mirarse con mucha preocupación en el enorme espejo de su despacho queriendo ver como muchas veces lo hiciera para tranquilizarse, al río Mississippi correr lento y lleno de luz detrás del reflejo de su elegante figura. ¡pero esta vez ya no podría!  En verdad más nunca podría.

Ese día Minor Cooper habría tratado de hacerlo como siempre, pero a cambio de verse a sí mismo, lo embargaría la súbita sensación de que era su propio reflejo el que lo mirara. Era como si él estuviera dentro de ese espejo y que su imagen enmarcada dentro sus límites no obedeciese a sus movimientos y fuese una especie de realidad alterna de sí mismo que de vuelta se reflejara hacia afuera. Hacia el espacio de la totalidad del resto del mundo con la creciente impresión que tuviera, de irse aislado rápidamente de todas sus luces acompañado además con un sentimiento de gran desaliento y una profunda e irreconciliable soledad. 

Trataría de disipar esa sensación con una sonrisa forzada acompañada con un rápido toque de arreglo a su corbata, y conque su otra mano tomara para consultar la hora su reloj de leontina, pero en vez de eso, vería sorprendido que su reflejo, o tal vez él mismo, (ya no sabría distinguir cual, de estos seria, o donde estaría) conservaría esa misma fotografía de quietud y en su cara ese estancado aire de tristeza y desesperanza.

Miraría hacia el fondo de esa escena y trataría de aferrarse a la tranquilizadora luz del río Mississippi, pero esta ya no estaba. Entonces lo que vería sería una oscuridad aterradora que aumentaba por momentos con la presencia creciente de una interminable multitud de gentes que emergía de las sombras detrás de él, con una expresión de tristeza y desesperanza más grande que la suya.

Asustado con esa multitudinaria presencia se voltearía para mirarlos de frente, y se daría cuenta que lo que había era más de aquella oscuridad densa, fría y paralizante, en la que no se podría ni siquiera respirar y menos escapar. No estaban ya los finos muebles, las obras de arte, los adornos de su oficina, ni los aires aterciopelados del lujo y el poder, ni nada. Lo que sentía era esa oscuridad profunda y aterradora que llenaba el mundo y su alma, en la que ni siquiera el mismo se podría ubicar, porque en ese momento lo embargaría la plena certeza de que ya estaría más allá, mucho más allá del espacio de su despacho, perdido para siempre al interior de la irrealidad de ese espejo, o más bien en el mundo de los espejismos y los reflejos de sus propias acciones y culpas del pasado, y que por mucho que girara sobre sí mismo siempre esa legión de almas tristes y enmudecidas estarían a sus espaldas halándolo como una cadena de brazos que lo condenaría a regresar a un tiempo detenido para siempre, en el que solo se oiría el quejido de sus angustias, el sufrimiento de sus vidas miserables, el llanto desgarrador de sus seres queridos, y el pedido lastimero de unas peticiones más parecidas a unas limosnas que no habría querido dar por su insalvable codicia, a esas mismas 1989 almas perdidas en la muerte por cuenta de una masacre innecesaria, que ahora lo condenarían a una dimensión sin coordenadas de infinito sufrimiento y un arrepentimiento sin perdón, que solo quedaría referenciada en esta vida por la pequeñez de una fría lápida de mármol de carrara perdida y olvidada para siempre en la hierba descuidada del viejo cementerio Green-Wood de Brooklyn en Nueva York, desde un día después de ese 14 de junio de 1929, el día de su muerte.

¿Y el presidente Miguel Abadía Méndez?...  Después de entregar la presidencia de Colombia al candidato del partido Liberal, Enrique Olaya Herrera ganador de las elecciones en el año treinta, cargaría con el estigma de la deshonra de ser el único responsable de la pérdida del poder y del fin de la hegemonía conservadora. Se retiraría íntimamente avergonzado a Choachi, una pequeña y perdida población en la sabana de Cundinamarca, donde fungiría como maestro emérito en la escuela del pueblo durante los últimos tristes 16 años de su existencia, antes de morir olvidado y vilipendiado a la par por copartidarios y contradictores, aislado de las esferas del poder, y condenado en el curso de la historia por llevar a cuestas la culpa de esa monstruosa masacre de las bananeras.  

El día de su muerte, solo rodeado por unos pocos familiares cercanos, ya con la mirada vidriosa y perdida, le tomaría la mano a uno de sus hijos y al borde del cadalso con un hilo de voz le diría: "hijo, si algún día, algún día, el embajador de los Estados Unidos Mr. Jefferson Caffery, por fin devolviese mi llamada y ya no esté en este mundo, díganle por favor que de todas formas, yo si le cumplí al gobierno americano"...   

De todas formas, más bien habría que decir que la vida sigue. Y que la poesía de las ideas, del conocimiento, de la ciencia al servicio del bienestar, la salud y la prosperidad de todos, de la libertad, la justicia social, la paz, la convivencia, el respeto por los derechos civiles y humanos, el cuidado permanente de la vida y del planeta, finalmente también prevalecerán. Y toda la sangre de los despojados y maltratados derramada injustamente en esta tierra, no será en vano. Será semilla de libertad. De aquel árbol de la Libertad, de cuyas ramas nacerán algún día, no muy lejano, verdes hojas de paz en el corazón de todos los hombres, y sus frutos como soles, brillarán en el gran espacio. En aquel espacio, en donde perviven en armonía desde siempre y para siempre, toda la memoria y toda la existencia...


Sharamatuna, ya 6 de diciembre del año 2023, noventa y cinco años después..

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