Florence y la masacre de las Bananeras II
Florence llegó a estas tierras como puta empujada por la rabia del despecho y la desolación de la decepción. Y, para sorpresa de ella misma, terminó quedándose aquí para siempre, anclada por el brote fresco de un gran amor. A los dieciocho meses de estar trabajando en la casa de la Madame Papindó, se había echado encima más de cuatrocientos cincuenta hombres de diferentes nacionalidades, de toda índole, formidables medidas y también de poca, y de la más variada condición.
Solo por su gran valentía, vigor y juventud los pudo aguantar e igual que sus amores perdidos, ninguno de esos hombres tampoco la satisficieron. Había escondido el desborde de sus calenturas de hembra desbocada, bajo una coraza de indiferencia endurecida y encostrada por el aire corrosivo de la desconfianza que había despertado hacia los hombres, y se había vuelto experta en orgasmos fingidos y complacientes para no desalentar a algún cliente de buena paga. Tanto que hasta ella misma se los creía.
Y mejor aún, muchas veces era excesivamente complaciente para no hacer sentir mal a los hombres de muchísima mejor remuneración, que suplían con su muy buena paga la impotencia irremediable provocada por la edad, o la devastación invasiva de la sangre dulce, pero a los que no les permitía por ningún motivo ni a ellos ni a nadie, sesiones lésbicas, tríos voyeristas con otro hombre o mujer a bordo, depravaciones derivadas de ataduras y castigos sadomasoquistas, sodomía, la postura de la torre Eiffel, la lluvia de oro o el beso negro, y mucho menos el uso de artilugios o instrumentos de extrema perversión sexual. Pero que a cambio de eso, les reconocía, eso sí, ni más faltaba, su caballerosidad y el esfuerzo por complacerla, y por esa razón, compasiva, noble, paciente, sacando de sobra su fibra de buena mujer, se desbordaba con ellos en atenciones y buen trato, consintiéndolos como niños faltos de cariño familiar, cambiando como recompensa adicional su rol de puta redomada por el de madre abnegada, paño de lágrimas, enfermera, acompañante hasta el fastidio, o en ultimas, por el de una amiga incondicional.
Todo este vaivén de situaciones encontradas, la agresividad emocional de la diaria, variada y obligada fornicación en esas camas ausentes de placer verdadero y áridas de amor sincero del burdel de la Papindó, y la demostración cínica y casi diaria de una fingida felicidad a cambio de dinero, habían terminado por transformarle el genio y agotado su dulzura natural.
El hastío había invadido como una trepadora urticante todos los pliegues de su alma y había lijado como una voraz piedra pómez los últimos vestigios de sus ilusiones. Solamente la apreciable cantidad de Dólares, Florines, Pesos, Reales, Soles, Yenes, Rupias, Pesetas, Tugriks, Libras Esterlinas, Bahts, Francos, Lempiras, Coronas, Yuanes, Bolívares, Dalasis, Rials, Manats, Rublos, Dongs, Marcos, Shekels, Dinares, Liras, Zlotys, Morrocotas de oro, joyas y piedras de valor, que había logrado atesorar a cambio de aliviar los represamientos y el deseo incontrolable y apremiante, de las descargas seminales en su bello y apetecido cuerpo, por la variada y creciente clientela que solicitaba sus servicios con desesperación, sostenían sus ganas de vivir.
Haberse acostado con Florence ya se había convertido en motivo de orgullo y ostentación de los hombres de toda la región, y la cangrejera viva que se sentía con las contracciones aterciopeladas de su vagina entrenada en las refinadas artes del Pompoarismo Tailandés aprendido de matronas expertas, era para ellos toda una obsesión.
Su inverosímil y provocativa belleza; sus ganas y su iniciativa de hembra sabia; la leyenda del meneo de sus caderas prodigiosas con sus movimientos de licuadora imparable en diferentes revoluciones; la pasión, la voracidad, pero a la vez la suavidad del trato en su boca trompuda y sensual de absolutamente toda la geografía del miembro viril, de la totalidad de sus alrededores, como también de todo el cuerpo masculino; la disposición permanente y sin limitaciones de forma natural eso sí, de todos sus orificios y oquedades corporales, como la sensibilidad, pericia y suavidad insuperable de sus manos consentidoras adobadas por la atracción magnética de su piel, que hicieron crecer y desbordar de fama sus memorables y encoñadores polvos como una ola incontenible, habían convertido a Florense en un mito difícil de superar.
A pesar de haberse convertido en toda una celebridad, la desolación y el vacío interior en ella era creciente, y las posibilidades de cambio que vislumbraba en su vida eran nulas. Para ella no había luces en el futuro y el tedio, la repetición incesante de incontables y diferentes penetraciones de toda largura y grosor, con las complacencias extremas que hacían necesariamente parte de su cara rutina sexual y de una fingida felicidad, la habían desmontado de todas sus esperanzas, y habían matado lentamente todos sus sueños y sus ilusiones.
Florence cada día naufragaba y se ahogaba cada vez más en el fastidio rutinario de ese carrusel de complacencias extremas a cambio de dinero, y su alma se marchitaba en el tremendal estéril de la total ausencia del amor.
Entre tanto, la actividad bananera en Sharamatuna había aumentado considerablemente con la llegada de la “Gran Flota Blanca” de Lorenzo Dow Baker, para cargar en el puerto el banano transportado desde las plantaciones por los vagones de la “Santa Marta Railwey Company”, apropiada recientemente por Minor Cooper Keith. La unión de ambos magnates con el comercializador de frutas Andrew W. Preston, transmutaría a la Boston Fruit Company en la flamante y próspera United Fruit Company. Y con el presidente Americano Theodore Roosevelt blandiendo claro está el cuaderno subrayado con imperialismo de la doctrina Monroe para protegerla, este auge dispararía en un abrir y cerrar de ojos la aparición de bares y cantinas donde marinos, operarios, braceros y trabajadores, irían a beber, bailar y demandar servicios sexuales.
En aquel año de 1928 por su vecindad con el muelle de calado profundo, en la famosa “Calle de las Piedras” brotaría un borde de tolerancia en la que llegarían a ubicarse en el transcurso del tiempo cerca de 30 burdeles. Los marineros extranjeros de los buques de la “flota blanca” preferían el Internacional Bar, el Faro, y el Well, donde campeaban unas enormes y voluptuosas negras antillanas y unas mulatas olorosas a mar y pachulí, de la mano con unas porcelanizadas, suaves y calladitas mujeres paramunas de vientre caliente, mientras que los trabajadores nativos en contraste con su propia desfachatez y ordinariez, gustaban mucho más de la refinada sabrosura y la exquisita sensualidad de las “Madeimoselles” que prestaban sus servicios con pasión, (muchas veces fingida) en la “Casa de la Madame Papindó”.
Los sábados, después del trabajo, las llamadas “Calle Cangrejal” y “Cangrejalito”, eran otros de los sitos donde los obreros juntaban la noche con el día, para bailar Cumbiamba Sandunguera y el Cucambá en la intemperie de calles y callejones, mientras la élite de Sharamatuna se divertía en el otro extremo a cubierta, al ritmo de las mejores orquestas y conjuntos musicales en el Club Social.
Nada presagiaba algo distinto a ese interminable jolgorio carnavalero a expensas de una bonanza bananera que prometía extenderse eternamente. Pero también nada era tan diferente y distante entre una y otra expresión festiva de esa supuesta prosperidad, con tal antagonismo entre una y otra, que excluiría del centro del dial de su beneficio, a profesionales, técnicos, funcionarios y burócratas de toda índole, que solo dependían de una exigua paga en la administración pública, como también a una infinidad de artesanos, mercaderes, comerciantes, tenderos y vendedores, que se marchitaban sobreviviendo a medias con una actividad comercial sin futuro, que fenecía con la aparición de los grandes y surtidos comisariatos de la United.
La United Fruit Company les pagaba muy poco dinero en efectivo a sus trabajadores. Utilizaba gran parte del salario a pagarles para comprar en los Estados Unidos y en Europa un extenso surtido de mercancías, enlatados, delicatesen, ropa, calzados, licores y toda clase de muebles, vehículos, extraños aparatos recién inventados, baratijas y artilugios inservibles, que venían junto con las lajas de mármol de carrara como lastre necesario en las bodegas de los buques de la “Flota Blanca”, para mantener su línea de flotación y la estabilidad al cruzar vacíos el Atlántico.
Y que al llegar aquí, se los ofrecían en esos comisariatos en una venta simulada a los obreros, por el doble de su costo inicial a cambio de unos vistosos cupones de “pago” que les daban como parte de su salario.
De tal manera, que las ganancias de la supuesta venta de artículos en los comisariatos servirían para cubrir el pequeño porcentaje entregado a los trabajadores en efectivo que solo les alcanzaba para gastarlo en antojos menores y donde las putas, esfumando hasta el olor de la menguada remuneración salarial, como en aquel juego de tenderete de plaza de mercado, de “donde está la bolita”.
Ese holgado excedente de utilidad a favor de la United le servía a la compañía para la reparación de los buques de la flota y el ferrocarril, para pagar los exiguos impuestos, el soborno a los agentes del alto gobierno, y de paso como una especie de plata de bolsillo, que alcanzaba hasta para la compra de los infinitos y costosos paquetes de puros cubanos Coiba o Royalty Package Hondureños, y las cajas de whisky Macallan Reflexion 60 años, o de Dalmore 64 Trinitas para Andrew W. Preston; también para adquirir a los huaqueros en el mercado negro las piezas del inmenso y valioso conjunto de cerámica y de oro Precolombino, y las costosas armas de colección subastadas por la famosa casa Rock Island Auction Co. para Lorenzo Dow Baker; y de sobra, hasta para la ropa fina confeccionada a la medida, en sastrerías Londinenses que se encontraban en Savile Row, una calle icónica en Mayfair, hogar de casas históricas como Huntsman & Sons, Gieves & Hawkes, y Henry Poole, famosas por su confección a la medida ("bespoke") para la realeza, políticos y celebridades, como también para los caprichos de consumo y los raros instrumentos sadomasoquistas y fetiches, adquiridos por encargo para la gozosa flagelación del cuerpo en los vericuetos de Ámsterdam, por la dominatriz Rumana a sueldo de Minor Cooper Keith.
O sea, que los trabajadores de la United, en ultimas terminaban trabajando gratis en el resultado del balance contable de la compañía, en una reminiscencia tardía de los esclavos de las plantaciones de algodón en los Estados Confederados Americanos. Y que todavía hoy, bajo otras banderas, otros colores y otras denominaciones, ese perverso ente de dominación y explotación todavía no olvidado de la United tal vez con unos métodos más sutiles y sofisticados, era el mismo.
Lastimosamente, el fantasma del esclavismo Confederado trasplantado aquí junto con esas matas de banano desde aquella vez ronda todavía. Y su espíritu que se creía ya marchito, sigue vivo… ¡Más vivo que nunca!.
Sharamatuna, 97 años después
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